Todos nos ponemos nerviosos ante ciertas experiencias como un examen, atravesar un bache económico, comprarnos una casa o una intervención quirúrgica. En general, nos sobreviene ansiedad cuando nos enfrentamos a una situación en la que somos evaluados (hablar en público, hacer una entrevista de trabajo…), ante un peligro físico (una araña, un accidente…) o por una experiencia fóbica (viajar en avión, ir al dentista…), entre otras circunstancias.
Pero esta tensión entra dentro de lo normal, no está relacionada con un trastorno de ansiedad. Cuando existe un problema médico el nerviosismo o preocupación no remite, hasta el punto de que afecta a otros aspectos de la vida, por ejemplo, al trabajo, los estudios o las relaciones sociales.
La ansiedad se experimenta tanto a nivel mental como físico. En el primer caso, el afectado “se siente preocupado todo el tiempo, cansado, irritable, duerme mal y no puede concentrarse”, explica la Sociedad Española de Psiquiatría. En el segundo, “se elevan las pulsaciones, se experimenta sudoración, tensión muscular, dolores, temblores, respiración profunda, mareos, desmayos, indigestión y diarrea”.
En ocasiones, sobrevienen sentimientos de pánico acompañados de reacciones fisiológicas (las palmas sudorosas, corazón, respiración pesada. Otras se manifiesta como un trastorno del sueño o la dificultad para concentrarse. Otras señales de que alguien puede estar padeciendo ansiedad es el descuido en la higiene personal, el aumento o la pérdida de peso, bajo rendimiento en el trabajo o el colegio o un cambio brusco en el estado de ánimo. Normalmente, no se tienen todos los síntomas, sino que cada persona presenta unos u otros en función de factores biológicos.
E insistimos, aparte de estos síntomas, para saber si existe un trastorno, es clave la duración de los mismos: hay que acudir a un especialista cuando estos perduran en el tiempo, entre varias semanas a meses, e interfieren en la vida diaria.
Foto: Aitor Calero