Vivimos en una realidad en la que el entorno se degrada a gran velocidad y en la que los recursos existentes corren riesgos por el cambio climático. El elevado aumento de la población, que deriva en un crecimiento exponencial de las ciudades —el 55 % de las personas en el mundo vive en ciudades, pero este porcentaje habrá aumentado un 13 % en el año 2050, según los datos de la Organización de Naciones Unidas—.
Por eso se necesita —de forma cada vez más urgente— concienciación y acción para trabajar en un entorno sostenible, cuyo desarrollo dependerá cada vez más de que se gestionen de forma apropiada los recursos. Y, para ello, deben cambiar los hábitos. Algo que ya está ocurriendo.
El consumidor está viviendo una revolución en lo que a alimentación sostenible se refiere. Se trata de un nuevo consumidor que tiene muy claro lo que quiere, que no sólo busca comer sano, sino que quiere que aquello que elige venga de una producción responsable y responda a un comportamiento ético acorde a sus valores.
Así, este consumidor responsable apuesta cada vez más por los llamados alimentos de kilómetro 0, es decir, aquellos alimentos de proximidad, que no viajan miles de kilómetros desde el lugar en el que se producen o recolectan hasta nuestra despensa. Tienen en cuenta la distancia desde el punto de recolección/producción hasta llegar al consumidor final.
Los alimentos de kilómetro 0 se deben producir y consumir en un radio no superior a 100 km, por lo que se pueden considerar productos locales. Además de ser ecológicos y de temporada (aprovechando así mejor los recursos), suelen ser más sabrosos y mantienen intactos sus valores nutricionales. Al mismo tiempo, favorecen la ganadería, agricultura, gastronomía y economía local.
Permiten reducir, al disminuir emisiones, el fuerte impacto que conlleva el transporte de las materias primas a miles de kilómetros de distancia. Es una idea que tiene su origen en el movimiento slow food, la tendencia a disfrutar de una vida tranquila, sin estrés, y, sobre todo, saboreando las cosas. Y al mismo tiempo se da respuesta al desarrollo sostenible, al comercio justo y al compromiso ético.
A su vez, esta tendencia permite nos ayuda a alcanzar alguno de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS), impulsados por Naciones Unidas para dar continuidad a la agenda de desarrollo. Es el caso del ODS número 2 que insta a “Poner fin al hambre, lograr la seguridad alimentaria y la mejora de la nutrición y promover la agricultura sostenible” y que, en su punto 2.4, se centra en “asegurar la sostenibilidad de los sistemas de producción de alimentos y aplicar prácticas agrícolas resilientes que aumenten la productividad y la producción y contribuyan al mantenimiento de ecosistemas, fortalezcan la capacidad de adaptación al cambio climático, los fenómenos meteorológicos extremos y mejoren progresivamente la calidad del suelo y la tierra.” O el ODS 12 “Garantizar modelos de consumo y producción sostenibles.”
No olvidemos nunca que una alimentación sostenible conlleva una producción con menor impacto en los ecosistemas, pero también la responsabilidad de quien consume.