Todos los años nos encontramos con la misma acción, por dos veces: en primavera cambiamos la hora para adaptarnos al horario de verano, y en otoño volvemos a cambiarla para entrar de lleno en el horario de invierno. Y todos los años nos saturan las noticias anunciando cómo se debe hacer el cambio («A las tres, serán las dos» es una frase ya muy famosa).
Las razones de estos cambios de horario no son nada nuevo, y de hecho tienen más de cien años de historia, y de argumentos. Todo comenzó en otra época en la que la electricidad no era algo tan extendido (y ni tan siquiera era algo común), y hubo un hombre que vio los enormes beneficios económicos que podía tener el simple hecho de retrasar los relojes una hora en una época del año, y adelantarlos en otra época del año. Ese hombre era Benjamin Franklin.
La idea tras el razonamiento de Benjamin Franklin era sencilla: estábamos desaprovechando la luz diurna, durmiendo algunas horas tras el amanecer, y a la vez, por las tardes y las noches, necesitábamos consumir más aceite para las lámparas, ya que nuestra hora de ir a dormir era más tardía. Él proponía, en pleno siglo XVIII, adaptar nuestros horarios al sol, para aprovechar la luz diurna y conseguir un ahorro sustancial en aceite para quemar.
Y es cierto que eso funcionaba muy bien, pero los tiempos cambian. Llegó la Primera Guerra Mundial, y el cambio horario se instauró de nuevo como un mecanismo de ahorro, en este caso de carbón. Cuanto más día se aprovechaba, menos se gastaba en combustibles. Esto, que era efectivo en su época, se pone en duda hoy en día por la presencia de aparatos como los aires acondicionados, o las calefacciones. Sí, es posible que ahorremos energía eléctrica a través del ahorro en luz, pero eso lo gastamos en enfriar el ambiente, en verano, o calentarlo en invierno.
Estas consideraciones todavía están en fase de estudio, pero los detractores de los cambios horarios proliferan tanto o más que sus defensores. Si nos ceñimos a los hechos y queremos aprovechar más luz diurna, hemos de adelantar la hora en la primavera y atrasarla en otoño.
Algo equivalente sería adaptar nuestros horarios de trabajo: si en verano empezamos la jornada laboral a las nueve de la mañana, en invierno deberíamos empezarla a las ocho de la mañana, una hora antes. Sin embargo, el cambio en los relojes atrasándolos una hora, se ha aceptado de forma más general. En primavera, en nuestras latitudes, amanece antes y por tanto se suma una hora al reloj , y de esa forma no nos levantamos en plena oscuridad. Mientras tanto, en otoño es al revés: amanece algo más tarde, pero anochece mucho antes. El horario de invierno intenta maximizar nuestras horas de luz natural intentando conciliar nuestro horario laboral y escolar con los momentos de más luz.
En otoño, con los días cada vez más cortos, sucede al contrario. En otoño es más difícil ahorrar en luz diurna, y se prefiere alargar al día hacia la tarde que hacia la mañana. Para referencia de todos, existe una página en la que podemos ver los días del cambio de horario (tanto para el de verano como para el de invierno) ¡hasta 2029!
Esperamos que con este artículo no tengas tantas dudas ya sobre los motivos oficiales del cambio horario, unos motivos que ya hemos visto que no dejan de ser el centro de diversas polémicas y encendidos debates. Mientras tanto, recuerda: la madrugada del 25 de octubre, a las tres serán las dos…
Foto | Pete